Me he venido hasta aquí (...) para hablar sólo un poco, muy poco, con algún transeunte y preguntarle una dirección. En esta ciudad, donde la respuesta es siempre la misma: "Destra, sinistra, sinistra, destra, destra, sinistra e altra volta sinistra".

Antonio Gala: Los papeles de agua.

martes, 22 de mayo de 2012

Dragones: los libros de Terramar


-         ¡Los dragones! Los dragones son avariciosos, insaciables, traicioneros; criaturas sin piedad, sin remordimientos. Pero ¿son malvados?¿Quién soy yo para juzgar los actos de los dragones?... Ellos son más sabios que los hombres. Pasa con ellos como con los sueños, Arren. Nosotros, los hombres, soñamos sueños, hacemos magia, obramos bien, obramos mal.  Los dragones no sueñan. Son sueños. Ellos no hacen magia: la magia es la sustancia, el ser de los dragones. Ellos no actúan, son.
-        
 En Selinure, -dijo Arren- está la piel de Bar Oth, muerto por Keor, príncipe de Enlad, hace 300 años. Ningún dragón ha venido a Enlad desde ese día.  Yo he visto la piel de Bar Oth. Es pesada como de hierro, y tan grande que si se la extendiese cubriría toda la plaza del mercado de Serilune, dicen. Los dientes son tan largos como mi antebrazo. Sin embargo, dicen que Bar Oth era un dragón joven, no adulto todavía.
-         Hay en ti un deseo –dijo Gavilán-: ver dragones.
-         Sí.
-         Tienen la sangre fría, y venenosa. No has de mirarlo a los ojos. Son más viejos que la humanidad… -Calló un momento y luego continuó-: y aunque un día yo llegara a olvidar o lamentar todo cuanto he hecho siempre me acordaría de que una vez ví cómo los dragones volaban en el viento del crepúsculo, sobre las islas occidentales, y me sentiré dichoso.

Úrsula K. Le Guin.   Los libros de Terramar  La Costa Más lejana

domingo, 6 de mayo de 2012

El árbol de la Ciencia


— Unos días después, Hurtado se encontró en la calle con Fermín Ibarra. Fermín
estaba desconocido; alto, fuerte, ya no necesitaba bastón para andar.
—Un día de éstos me voy —le dijo Fermín.
—¿A dónde?
—Por ahora, a Bélgica; luego, ya veré. No pienso estar aquí; probablemente no volveré.


—¿No? —No. Aquí no se puede hacer nada; tengo dos o tres patentes de cosas
pensadas por mí, que creo que están bien; en Bélgica me las iban a comprar, pero yo he
querido hacer primero una prueba en España, y me voy desalentado, descorazonado;
aquí no se puede hacer nada.
—Eso no me choca —dijo Andrés—, aquí no hay ambiente para lo que tú haces.
—Ah, claro —repuso Ibarra—. Una invención supone la recapitulación, la síntesis
de las fases de un descubrimiento; una invención es muchas veces una consecuencia tan
fácil de los hechos anteriores, que casi se puede decir que se desprende ella sola sin
esfuerzo. ¿Dónde se va a estudiar en España el proceso evolutivo de un descubrimiento?
¿Con qué medios? ¿En qué talleres? ¿En qué laboratorios?
—En ninguna parte.
—Pero en fin, a mí esto no me indigna —añadió Fermín—, lo que me indigna es la
suspicacia, la mala intención, la petulancia de esta gente... Aquí no hay más que chulos
y señoritos juerguistas. El chulo domina desde los Pirineos hasta Cádiz...; políticos,
militares, profesores, curas, todos son chulos con un yo hipertrofiado.
—Sí, es verdad.
—Cuando estoy fuera de España —siguió diciendo Ibarra— quiero convencerme de
que nuestro país no está muerto para la civilización; que aquí se discurre y se piensa,
pero cojo un periódico español y me da asco; no habla más que de políticos y de toreros.
Es una vergüenza.
Fermín Ibarra contó sus gestiones en Madrid, en Barcelona, en Bilbao. Había
millonarios que le habían dicho que él no podía exponer dinero sin base; que después de
hechas las pruebas con éxito, no tendría inconveniente en dar dinero al cincuenta por
ciento.
—El capital español está en manos de la canalla más abyecta —concluyó diciendo
Fermín.
Unos meses después, Ibarra le escribía desde Bélgica, diciendo que le habían hecho
jefe de un taller y que sus empresas iban adelante. —La verdad es que si el pueblo lo comprendiese —pensaba Hurtado—, se mataría
por intentar una revolución social, aunque ésta no sea más que una utopía, un sueño.
Andrés creía ver en Madrid la evolución progresiva de la gente rica que iba
hermoseándose, fortificándose, convirtiéndose en casta; mientras el pueblo
evolucionaba a la inversa, debilitándose, degenerando cada vez más.
Estas dos evoluciones paralelas eran sin duda biológicas; el pueblo no llevaba
camino de cortar los jarretes de la burguesía, e incapaz de luchar, iba cayendo en el
surco.
Los síntomas de la derrota se revelaban en todo. En Madrid, la talla de los jóvenes
pobres y mal alimentados que vivían en tabucos era ostensiblemente más pequeña que
la de los muchachos ricos, de familias acomodadas que habitaban en pisos exteriores.
La inteligencia, la fuerza física, eran también menores entre la gente del pueblo que
en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando para someter a la casta pobre
y hacerla su esclava. abandono.
Iturrioz tenía razón: la naturaleza no sólo hacía el esclavo, sino que le daba el
espíritu de la esclavitud.

El Árbol de la Ciencia.   Pio Baroja.

jueves, 3 de mayo de 2012

El Árbol de la Ciencia: la vigencia de la España Barojiana.


Hurtado pasaba las mañanas en la Biblioteca Nacional, y por las tardes y noches
paseaba. Una noche, al cruzar por delante del teatro de Apolo, se encontró con
Montaner.
(…) Subieron juntos la cuesta de la calle de Alcalá, y al llegar a la esquina de la de
Peligros, Montaner insistió para que entraran en el café de Fornos.
—Bueno, vamos —dijo Andrés.
Era sábado y había gran entrada; las mesas estaban llenas; los trasnochadores, de
vuelta de los teatros, se preparaban a cenar, y algunas busconas paseaban la mirada de
sus ojos pintados por todo el ámbito de la sala.
Montaner tomó ávidamente el chocolate que le trajeron, y después le preguntó a
Andrés:
—¿Y tú, qué haces? —Ahora nada. He estado en un pueblo. ¿Y tú? ¿Concluiste la
carrera?
—Sí, hace un año.  (…)¡Aunque para lo que me sirve el ser médico!
—¿No encuentras trabajo?
—Nada. He estado con Julio Aracil.
—¿Con Julio?
—Sí.
—¿De qué?
—De ayudante.
—¿Ya necesita ayudantes Julio?
—Sí; ahora ha puesto una clínica. El año pasado me prometió protegerme. Tenía
una plaza en el ferrocarril, y me dijo que cuando no la necesitara me la cedería a mí.
—¿Y no te la ha cedido?
—No; la verdad es que todo es poco para sostener su casa.
—¿Pues qué hace? ¿Gasta mucho?
—Sí.
(…) — ahora, además, como te decía, tiene una clínica que ha puesto con dinero del
suegro. Yo he estado ayudándole; la verdad es que me ha cogido de primo; durante más
de un mes he hecho de albañil, de carpintero, de mozo de cuerda y hasta de niñera;
luego me he pasado en la consulta asistiendo a pobres, y ahora que la cosa empieza a
marchar, me dice Julio que tiene que asociarse con un muchacho valenciano que se
llama Nebot, que le ha ofrecido dinero, y que cuando me necesite me llamará.
—En resumen, que te ha echado.
—Lo que tú dices.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy a buscar un empleo cualquiera.
—¿De médico?
—De médico o de no médico. Me es igual.

(…)—De manera que nadie ha marchado bien de nuestros condiscípulos.
—Nadie o casi nadie, quitando a Cañizo con su periódico de carnicería, y con su
mujer que los domingos le da langosta.
—Es triste todo eso. Siempre en este Madrid la misma interinidad, la misma
angustia hecha crónica, la misma vida sin vida, todo igual.
—Sí; esto es un pantano —murmuró Montaner.
—Más que un pantano es un campo de ceniza.