— Unos días después, Hurtado se encontró en la calle con
Fermín Ibarra. Fermín
estaba desconocido; alto, fuerte, ya no necesitaba bastón
para andar.
—Un día de éstos me voy —le dijo Fermín.
—¿A dónde?
—Por ahora, a Bélgica; luego, ya veré. No pienso estar aquí;
probablemente no volveré.
—¿No? —No. Aquí no se puede hacer nada; tengo dos o tres
patentes de cosas
pensadas por mí, que creo que están bien; en Bélgica me las
iban a comprar, pero yo he
querido hacer primero una prueba en España, y me voy
desalentado, descorazonado;
aquí no se puede hacer nada.
—Eso no me choca —dijo Andrés—, aquí no hay ambiente para lo
que tú haces.
—Ah, claro —repuso Ibarra—. Una invención supone la
recapitulación, la síntesis
de las fases de un descubrimiento; una invención es muchas
veces una consecuencia tan
fácil de los hechos anteriores, que casi se puede decir que
se desprende ella sola sin
esfuerzo. ¿Dónde se va a estudiar en España el proceso
evolutivo de un descubrimiento?
¿Con qué medios? ¿En qué talleres? ¿En qué laboratorios?
—En ninguna parte.
—Pero en fin, a mí esto no me indigna —añadió Fermín—, lo
que me indigna es la
suspicacia, la mala intención, la petulancia de esta
gente... Aquí no hay más que chulos
y señoritos juerguistas. El chulo domina desde los Pirineos
hasta Cádiz...; políticos,
militares, profesores, curas, todos son chulos con un yo
hipertrofiado.
—Sí, es verdad.
—Cuando estoy fuera de España —siguió diciendo Ibarra—
quiero convencerme de
que nuestro país no está muerto para la civilización; que
aquí se discurre y se piensa,
pero cojo un periódico español y me da asco; no habla más
que de políticos y de toreros.
Es una vergüenza.
Fermín Ibarra contó sus gestiones en Madrid, en Barcelona,
en Bilbao. Había
millonarios que le habían dicho que él no podía exponer
dinero sin base; que después de
hechas las pruebas con éxito, no tendría inconveniente en
dar dinero al cincuenta por
ciento.
—El capital español está en manos de la canalla más abyecta
—concluyó diciendo
Fermín.
Unos meses después, Ibarra le escribía desde Bélgica,
diciendo que le habían hecho
jefe de un taller y que sus empresas iban adelante. —La
verdad es que si el pueblo lo comprendiese —pensaba Hurtado—, se mataría
por intentar una revolución social, aunque ésta no sea más
que una utopía, un sueño.
Andrés creía ver en Madrid la evolución progresiva de la
gente rica que iba
hermoseándose, fortificándose, convirtiéndose en casta;
mientras el pueblo
evolucionaba a la inversa, debilitándose, degenerando cada
vez más.
Estas dos evoluciones paralelas eran sin duda biológicas; el
pueblo no llevaba
camino de cortar los jarretes de la burguesía, e incapaz de
luchar, iba cayendo en el
surco.
Los síntomas de la derrota se revelaban en todo. En Madrid,
la talla de los jóvenes
pobres y mal alimentados que vivían en tabucos era
ostensiblemente más pequeña que
la de los muchachos ricos, de familias acomodadas que
habitaban en pisos exteriores.
La inteligencia, la fuerza física, eran también menores
entre la gente del pueblo que
en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando
para someter a la casta pobre
y hacerla su esclava. abandono.
Iturrioz tenía razón: la naturaleza no sólo hacía el
esclavo, sino que le daba el
espíritu de la esclavitud.
El Árbol de la Ciencia. Pio Baroja.
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