(...) Le recuerdo como si hubiera llegado ayer a la puerta de la posada, con su cofre de marino, que se había hecho llevar tras sí en una carretilla: era un hombre alto, fuerte, pesado, moreno, con una mata de pelo que se desparramaba por las hombreras de la mugrienta casaca azul; las manos fuertes y agrietadas, con uñas negras y rotas, y la cicatriz en una mejilla, una señal sucia, de color blanquiazul. Le recuerdo cuando recorría la bahía con la mirada mientras silbaba para sí mismo; luego estallaba en esta viena canción marinera que más tarde cantó tan a menudo:
¡Quince hombres sobre el cofre del muerto!
¡Yo, ho, ho, y una botella de ron!
con una aguda y temblorosa voz de viejo. Entonces golpeó sobre la puerta con un trozo de bastón, y cuando salió mi padre, le pidió con grosería un vaso de ron. Lo bebió despacio, paladeándolo, sin dejar de mirar a la escollera y la puerta de la posada.
-
Es una bahía deliciosa - dijo al fin -
y una posada con una situación muy agradable. (...) éste es un lugar ideal para mí. (...)Podéis llamarme capitán.
- La Isla del Tesoro. Robert L. Stevenson.
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